Diario de Gea

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Bien, pues así celebro yo la Navidad: sin nieve, sin villancicos, en una isla rodeada de malditos piratas…


Hola. ¡Hola! ¿Realmente me estoy escribiendo a mí misma? Debo de estar majareta. Soy consciente de que anotar mis vivencias me puede acarrear problemas, incluso si alguien encuentra y lee estos papeles puede llegarse a descubrir mi verdadera identidad, que no soy el decidido grumete Alex sino la desconcertada Gea, una chica del siglo XXI atrapada en medio del siglo XVII. Pero si no ordeno mis pensamientos me volveré loca de verdad.

Bueno, empecemos por hoy mismo. Desde luego, ha sido un día de Navidad de lo más raro… Esta mañana, cuando he visto llegar al Capitán, la verdad, me he preocupado un poco. En la isla apenas se dirige a mí si no es necesario. Y al practicar esgrima, de un tiempo a esta parte, parece tener su cabeza en otro lado. No sé qué está tramando. Por eso, en el instante en que se me ha acercado, he pensado que, tal vez, alguna falta había cometido sin darme cuenta, o que alguien me había acusado de algo. A veces tengo la sensación de que esta calma que acompaña los días va a explotar como una mecha larga, en cualquier momento, cuando no esté preparada.

Con un poco de nerviosismo le he saludado, y en lugar del rapapolvo habitual (comienzo a echarlos de menos), me ha dado, con mucho secretismo, un paquete envuelto en soga y trapos. Al principio he pensado que se trataba de otro de esos manuscritos sin ningún sentido que se empeña en que traduzca, todo lleno de palabras técnicas y estrategias bélicas; sin embargo, su actitud me decía que se trataba de otra cosa.

Ha elaborado un improvisado discurso, que no venía a cuento, y que me ha dejado totalmente descolocada. ¡Qué manía tiene! Estoy segura de que disfruta atormentándome. Tras una larga pausa, de ésas que tanto le gustan para mantener la tensión, y con un suave carraspeo, ha soltado: “Tomad muchacho, tengo algo para vos, para que paséis las horas. Ya es tiempo, con lo vivido, que empecéis vuestras memorias”, manteniendo ese boato y parafernalia que le caracterizan. Y se ha marchado sin más, como le encanta hacer, creo que para liarme y sentir que mantiene cierto control sobre mí. Y yo me he quedado ahí, como un pasmarote, sin hacer nada, pensando, como siempre, qué querían decir sus crípticas palabras.

Después de comprobar que se había alejado y que no había nadie más cerca, me he atrevido a abrirlo, con mucho cuidado, por si mordiera. Con Silva no sé a qué atenerme, y a veces pienso que todo son trampas y pruebas. Sin embargo, bajo el envoltorio sólo había un inocente libro, un libro de tapas de cuero y hojas en blanco; vamos, lo que vulgarmente yo llamaría un cuaderno. En este mundo sólo había visto uno igual, el que el Capitán guarda en su camarote, ése que el primer día fisgoneé y por el que, por poco, me hace pasar por la quilla. ¡Menuda ironía!

¡Y ahora va y me obsequia con uno igual! No se muy bien lo que pretende, pero desde los diez años nadie me regalaba un diario. Fue entonces cuando decidí que ya era mayor para desahogar mis penas por escrito, y además no quería que nadie leyese sobre mi vida (eso les daría poder sobre mí). Alguien me dijo una vez que no debía mostrar mis sentimientos si no quería que los demás viesen mis puntos débiles, que lo mejor era manejarme como con la esgrima, sin descuidar mis flancos . Siempre pensé que era un buen consejo y lo he seguido desde entonces, me ha ahorrado muchos problemas: primero en el instituto, y luego en el barco.

Así que ésta será mi primera y última entrada en el… diario de a bordo de Gea.

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