Diario de Gea

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Acabo de disparar al centro de una diana. ¡No puedo creérmelo!

Cuando hace unos días Sebastián se ofreció, con esa peculiar forma que tiene de decir las cosas, a enseñarme a disparar, pensé que no era más que una treta para lavar su conciencia o de vigilarme sin que me diera cuenta.

Desde que atracamos en la isla le noto más taciturno de lo normal, que ya es bastante de por sí y, a veces, le sorprendo mirándome. No quiero malos entendidos, no me mira de forma sexual ni eso, no; hay algo en sus ojos, una especie de dolor que no logro comprender. Parece que se siente culpable o responsable de lo que ocurrió con Schwach, y bien sabe Dios y todos los Santos, que en esa cuestión sólo hay un culpable y esa fui yo por confiarme. No es que no me lo advirtieran o no existiesen señales, es que me negué a verlas porque estaba más a gusto en mi propio mundo creyéndome a salvo y protegida. Puedo garantizar que no me volverá a pasar.

De ahí que cuando el vasco me ofreció su ayuda, aunque me descolocó un poco, acepté de inmediato. La lucha con espada ha sido mi salvación en este extraño mundo, sin embargo mi técnica cuerpo a cuerpo debe mejorar por mil para ganar una pelea y aunque lo logre, jamás podré derrotar a alguien como el Primero. Su fuerza y potencia no llegaré a alcanzarlas jamás, por lo que la inteligencia me susurra bien alto que debo buscar otras formas de protegerme.

Lo he pensado mucho, ¡si me vieran en casa… no me reconocerían! Yo, una pacifista convencida que sólo utilizaba las clases de defensa como un mero deporte, me he vuelto toda una sanguinaria que estudia los puntos débiles de sus adversarios en los dos primeros minutos de confrontación y crea estrategias para dejarlos fuera de combate. Incluso debo confesar que, en alguna ocasión, he peleado a muerte sin el más mínimo atisbo de remordimiento. Sinceramente, no sé qué me está pasando, pero cuando la sangre bombea en mis oídos me olvido de los principios y lo único que recuerdo es que debo sobrevivir un día más. Tengo pánico a convertirme en un monstruo sin corazón sólo para mantenerme con vida. No obstante, soy consciente de que aquí nadie lucha de broma y si uno no se emplea a fondo…

¡Es todo un sinsentido!

Lo que decía, he comenzado a practicar con Sebastián, siempre guardando las distancias claro, pues a ese marinero le molesta aún más que a los demás un simple roce y no hablemos de una muestra de cariño, estoy segura de que si un día le abrazase se desmayaría allí mismo.

Al principio la pistola, no sé muy bien si es un arcabuz, un trabuco o cualquier otro tipo de pistolón, porque hasta ahora nunca me habían llamado la atención las armas, y a pesar de ser muy friki en muchos temas, este jamás despertó mi interés; me resultaba fría y pesada, y apenas podía sujetar el revolver al disparar con un retroceso tan potente que normalmente terminaba de la misma forma: con mis posaderas en el suelo y un zumbido en la cabeza como si me hubiese tragado cien moscardones.

Poco a poco y con las instrucciones de mi nuevo amigo, que son parcas pero precisas, he conseguido asegurar la postura y rigidez suficientes para manejar yo el artefacto y que no me controle él a mí. Y ¡no me lo puedo creer! ¡ Soy un crack! Sé que queda muy mal que yo lo diga, pero no puedo quitarme de la cabeza la cara de Silva la primera vez que vio mis logros en la playa, ¡se quedó con la boca abierta! Errante, por su parte, tampoco salía de su asombro. Algo de lo que me enorgullezco especialmente, ese patán siempre piensa que puede hacer todo mejor que yo, y en esto (je, je) le llevo ventaja. Sin embargo, el que más me impresionó fue Filibustero, que no mostró ninguna sorpresa por mi puntería. No lo pude dejar pasar y, cuando llegamos al amparo de nuestra choza,  le pregunté sobre ello (debo admitir que con un poco de arrogancia, la verdad), entonces me contestó, como es él, con la más absoluta sencillez, que no esperaba otra cosa de mí. En ese momento fui yo la que me quedé con la boca abierta pues me aseguró que ya estaba acostumbrado a que resultase excepcional. Y, después de mirarme con un poco de rubor, terminó sentenciando que quien se sorprende dos veces de la misma cosa, sólo puede ser considerado un botarate o un necio. Y si tengo que ser honesta, ahí me ha pillado de nuevo, porque con su clarividencia constantemente termina dejándome fuera de juego. ¡Tal vez no soy tan sensacional como me creo!

 

 

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